En la Ciudad de
México, durante la década de los veinte del siglo pasado, en el gobierno de
Álvaro Obregón había un licenciado autodidáctica, de origen español, que se
hizo conocido porque ganó un juicio para un desertor del Ejército.
Ese triunfo le causó problemas. Fue tal la molestia que provocó haber ganado,
que el propio Presidente intentó expulsarlo del país bajo el pretexto de
usurpación de funciones, aunque esta intención no prosperó.
En poco tiempo, el licenciado español, José Menéndez,era conocido por
todos y formaba parte de los personajes pintorescos de la Ciudad de México y
era ampliamente conocido como El Hombre del Corbatón.
Hombre de
naturaleza inquieta, nació en 1876 en Asturias, España. Su carácter le llevó a
buscar nuevos horizontes fuera de su tierra; a los 14 años decidió embarcarse a
América. Llegó primero a Cuba y después arribó a Villahermosa, lugar donde se
ganaba la vida haciendo varios trabajos.
Menéndez no era
hombre de un lugar, se embarcó a Veracruz donde trabajó como estibador. Conoció
a la gente sencilla, pero su destino no era ese. Su nuevo destino fue la Ciudad
de México. Si algo faltaba en su vida era el dinero, así que no le quedó más
remedio que dormir en bancas de la Plaza del Dos de Abril, atrás de la avenida
Hidalgo.
No era un barrio
tranquilo, a unos metros estaba el Salón México, que se caracterizaba por ser
un sitio donde se congregaban borrachos y vagos. Entró a trabajar
en un despacho de abogados, donde llevaba los documentos a la oficialía de
partes y estar al tanto de las diligencias.
Posteriormente, su labor lo llevó a conocer la cárcel de Lecumberri, construida
en 1900, por cierto llamada así, porque quien vendió esos terrenos era un
español que decía ser Conde de Lecumberri, de ahí el nombre.
Como auxiliar del despacho, debía ir a ver asuntos en el penal que eran de una
importancia menor, como rateros de poca monta, sirvientas que robaban a su
patrona, pero ahí aprendió que no se castigaba el delito, sino al pobre quien
no tenía quien lo representara. Así, supo su verdadera vocación: defender al
desvalido.
Hay
otra versión que señala que cuando la policía detuvo, por un pleito en la calle
de Dolores, a un torerillo amigo suyo. Ese día José Menéndez cayó en cuenta que
su mera simpatía y labia eran suficientes
para litigar en el país, de manera que, sin licencia de abogado, empezó a
liberar a delincuentes menores, prostitutas, prostitutos, escandalosos en la
vía pública y gente del pueblo en desgracia.
Pronto, su figura
se hizo parte de los juzgados. Vestido con sombrero, capa negra y una especie
de mascada que hacía las veces de corbata, bigote y piocha canosa, se ganó el
apodo de “El Hombre del Corbatón”.
Defendía a quien no tenía recursos económicos y en algunas ocasiones ni sabía
el motivo de su detención. No cobraba; cuando salían libres sus defendidos
hasta les daba dinero para el camión; los agradecidos clientes le recompensaban
con gallinas, azúcar, arroz, fruta, lo poco que ellos tuvieran.
En el mundo de políticos y escritores, lo apreciaban y respetaban. En 1924, el
entonces inspector de Policía, Pedro J. Alvarado, le obsequió un finísimo
bastón con empuñadora de oro, obsequio que llevaba a todas partes.
Tenía la pasión por jugar baraja y en una visita a una casa de juego, le fue
robado el bastón. La noticia apareció en los periódicos y a dos días de la
pérdida del valioso objeto, le fue devuelto, pero con una nota que decía: “De
saber que era de usted, no lo robo. Perdón”.
En una de las
anécdotas se señala que en cierta ocasión llegó un joven que recién acababa de
obtener su título de Licenciado en Derecho y se presentó con tono burlón ante “El Hombre del Corbatón”, para
hacerle mofa de que él no contaba con título profesional y pretendiendo irse
inmediatamente, se despide el joven abogado diciéndole sarcásticamente a José
Menéndez: “Adiós abogado sin título”
a lo que éste le respondió al instante, haciendo alarde de su astucia: “Adiós título sin abogado”.
Su arma principal
era alegar la legítima defensa. Esgrimiendo esa argumentación sacó libre hasta
al policía que disparó contra el cochero que le dijo una mala razón a pesar de
que lo mató cuando el coche iba ya a más de 50 metros de distancia.
Sin embargo, no
todos los casos le fueron favorables a
José Menéndez, quien el 28 de junio de
1922, hasta una lágrima se le escapó al conocer lo que había hecho Enrique
Camargo, un hombre de 35 años que el mismo Hombre del Corbatón lo había
liberado tiempo atrás.
En la madrugada de
esa fecho, los habitantes de la vecindad ubicada en el 422 de la calle
Cuauhtemotzín, despertaron por los
gritos de terror de un pequeño de tres años de edad. No era la primera vez que
su padre lo golpeaba.
Pero en aquella
ocasión, al amanecer, el padre y su amante Magdalena Cisneros envolvieron al
pequeño, lo llevaron a la casa de la madre
de la mujer y después lo presentaron ante un doctor sin escrúpulos, que
por dinero les había extendido un certificado de defunción para el pequeño que
supuestamente había muerto de neumonía.
La verdad es que
el menor murió debido a los golpes que presentaba en todo el cuerpo, además de
que tenía 20 días de estar enfermo de
disentería.
Este fue uno de
los pocos casos que perdió José Menéndez, ya que el padre del menor terminó por recibir una condena de 20 años de
prisión.
El 31 de enero de
1959, el español de nacimiento, pero mexicano de corazón, José Menéndez, mejor
conocido como el Hombre del Corbatón, falleció. Pobre, como a todos los que en
vida defendió.